12 oct 2008

En cartel (VIII y IX): De terroristas y espías


Tiro en la cabeza (2008), de Jaime Rosales.

He visto, ya hace una semana, la polémica, esperada, inesperada película que ha levantado ampollas públicas y privadas y despertado tantas esperanzas como desesperaciones.

No me apetece hablar del anterior cine de Rosales, pero diré que me parece un voluntarioso y muy aceptable aprendiz de Bresson. No hace mucho, La soledad me removió las tripas: un dramón contemplativo, de planos perpetuos y ritmo monocorde, que asesinaba con una puesta en escena indisolublemente casada con el fondo del film cualquier tentativa de terminar de verla sin serios daños emocionales. Dicho de otra forma: lo pasé mal, la padecí.

Padecer. Verbo que nos lleva directamente a Tiro en la cabeza. Proyecto utópico que seguramente queda más bonito sobre el papel (Un film rodado con voyeurístico teleobjetivo, sin diálogos audibles pero con una supuesta gran carga reflexiva) que sobre celuloide.

En fin, vayamos al grano. Me ha gustado, en conjunto. Se sufre un poco durante los primeros tres cuartos de hora, en que la película bebe de esa corriente tan discutiblemente artística de la videoinstalación (¿Algo que supone tanto arbitrio como anular el papel del artista del propio arte, para dejarlo en manos del espectador qué tiene de artístico?) y, por tanto, el espectador es víctima de cierto sopor que provoca el infinito alargamiento de las circunstancias grises que rodean la vida cotidiana del asesino. El problema es que Rosales no permite leer entre líneas: no hay nada que sugiera, apenas, de qué pueden hablar los personajes, qué pueden estar haciendo, pensando, diciendo; todo lo deja al libre albedrío del bostezante personal. Eso sí: la magnífica planificación de algunas secuencias (en el que el espacio que rodea al protagonista, enmarcado en ventanas de distinto tamaño, tiene gran juego) pueden resultar interesantes de analizar y sí llaman a la actividad mental.

Viene la segunda parte, y el film crece. Lo que no sugería ni contaba nada especialmente, las imágenes, mayoritariamente sin reverso de ese primer rato seudo-documental, dejan lugar a una narración, ahora sí, con una estructura lógica y comprensible y con un encadenamiento de sucesos que llevan al irreversible final. Ahora sí: Rosales se las ingenia incluso para definir el carácter de sus personajes, y hace un alarde de pulso y maestría en la puesta en escena a partir del consabido encuentro casual con la policía.

A partir de ahí, todo cobra significado: un asesinato evitable, condicionado por el azar; personajes que no se escuchan; un ser que nos es tan común como extraño (como denotan las ramas que codifican su rostro, enmarcado en la mínima ventanilla del coche, al viajar huyendo por la carretera), capaz de tranquilizar a una víctima secuestrada tanto como matar a sangre fría a dos muchachos. Todo termina abruptamente. Con crimen y sin castigo. Y ahí comienza la jornada de reflexión para el espectador, auténtico juez de la obra.

Tiro en la cabeza alcanzaría, con facilidad pasmosa, la categoría de mejor película española del año, si su primera parte tuviera una duración ostensiblemente menor. Pero ciertamente, ¿no sería el impacto y la conmoción sobre el espectador también mucho menor, de no haberse habituado al tedio y la rancia normalidad de la vida del protagonista?. O dicho de otra forma: ¿sería un film de Rosales, de no ser así?.

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Burn after reading (2008), de Joel y Ethan Coen.

En su momento dije y repetí hasta la saciedad, no sin cierta crueldad, que No es país para viejos era la mejor película de los Coen porque, a pesar de casar con sus obsesiones sociogeográficas y humanas, era la que menos de su polémica personalidad tenía. No reinterpretaron a Hammett a su desquiciada manera como en Miller´s Crossing. Transcribieron al lenguaje cinematográfico, con envidiable maestría, la novela del faulkneriano, denso y asperito Comarc McCarthy.

A pesar de que admiro las dotes valleinclanianas de los bros, ciertamente creo que a veces se les va la olla y se pasan un pelín de rosca. Y cuando ese pasamiento de rosca viene acompañado de cierto gusto por el alocamiento de corte posmoderno y el chistecito fácil... . En fin, ya os imaginais.

Esperaba un film entretenido, pero con lo más negativo de su cine en este Quemar después de leer. Y, a Dios gracias, me equivocaba.

Es una comedia magníficamente construida, que tomando a unos personajes excelentemente definidos, avanza con gran ritmo y soltura hacia un final desmadrado que roza el surrealismo. Y entre lo primero y lo segundo, me esperaban muchísimas carcajadas.

Ethan y Joel han encontrado la vía perfecta para dejar correr su corrosión, su mala hostia: la comedia satírica pura y dura. Y lo más divertido es observar cómo se construye el film, como de una situación inicial ridícula, los personajes -idiotas observados con piedad mínima y maliciosidad máxima- construyen ellos solitos la trama y son los que verdaderamente, mediante sus actos, hacen evolucionar el film, mediante numerosas patosidades y estupideces inspiradas por una irrisoria mezquindad materialista. Todo con el revestimiento de una sátira del cine de espionaje, con un guión concebido artesanalmente, preciso como una bomba de relojería.

La estulticia, como una enredadera, trepa desde un trío de gansos ayudantes de gimnasio, hasta los propios Servicios de Inteligencia, cuyo nombre aparece ya como pura ironía en la película: su metodología simple y la llaneza de su lógica aportan chorros de corrosiva comicidad.

Tanto cuando la peli se decide por lo comedido como cuando es decididamente gamberra, resulta divertida y graciosa. Es un exceso libérrimo, que bien podría ser una desdramatización de Fargo en la cual, aún con sus consecuencias trágicas, desaparece todo atisbo de conmiseración hacia los personajes: un alarde de crueldad que los directores comparten con nostros, espectadores no menos crueles, mofándonos de las miserias humanas.

Y para acompañar las desfasadas condiciones del film, tenemos a un grupo de intérpretes en histriónico estado de gracia, de los que me gustaría destacar a un fascinante Brad Pitt (que cada vez actúa mejor) interpretando a un tipejo que se come la pantalla con cada aparición.

Así pues, nos encontramos con la mejor comedia de los Coen desde, quizás, El gran Lebowski. Una radiografía sin concesionesde la estupidez americana. O la estupidez occidental. O la estupidez mundial. O, en fin, la condición humana.