30 oct 2009

Evocando San Sebastián (I)

Recuperándome de mi hiato creativo, por fin, y con imperdonable retraso, este blog conocerá las reseñas de las catorce películas que sufrí y/o disfruté en el Festival de San Sebastián.

No hubo manera de acceder al wi-fi del lugar donde me hospedé. Ha pasado mucho tiempo desde la atroz ingesta de 26 horas de cine en 72 horas de vida, pero precisamente gracias a eso he podido reflexionar serenamente acerca de cada película, algo imposible en medio de la ebriedad (literal y figurada) festivalera.
El viernes por la noche, tras una cena atropellada y una carrera para poder recoger las entradas en algún Kutxa, llegamos a la película de Arnaud Desplechin, Reyes y Reina (2004), treinta segundos antes de que arrancara la sesión. Tras ésta, lamentamos que algún resbalón con dislocación ósea o esguince nos salvara del tormento mental que supuso la visualización de esa dilatada parida. 150 minutazos de un filme estructurado, en principio, en capítulos bien delimitados, que acaban perdiendo el rumbo y cambiando de tono, tema y -¡horror!- de punto de vista de la forma más caprichosa que un servidor haya visto en mucho tiempo. Porque es una larguísima letanía de frases sarcásticas y pretendidamente inteligentes sobre la familia y la pareja, con ínclita vocación de destroyer por parte de un director que no sabe construir un drama, sino que presenta un caótico mural en el que personajes entran y salen sin concierto, en el que nos tenemos que creer las cosas porque el guión las dice, en la que de un minuto a otro se introducen elementos sin ninguna cohesión con lo anteriormente visto y escuchado, con la intención única de darle un giro más sórdido al asunto. Y sí, Desplechin presume de armas letales cargadísimas de mala leche, pero no hay nada más que verborrea en este mareante camarote de los hermanos Marx.

Amanecimos el sábado con Wo de tang (2009), que "reseñé" para Miradas de Cine, y de cuyo enlace dispondreis más abajo.

Tras sufrir el bodrio chino, llegó el esperado filme de François Ozon, habitual en certámenes internacionales. Le Refuge (2009) va de una niña bien heroinómana que pierde a su novio en una sobredosis y se enamora del hermano homosexual de este. No, no es broma. En oposición a la sórdida sinópsis, nos encontramos con un drama delicado, contenido, bien hechito, con encuadres milimétricos e interpretaciones sobrias y notables. Una estructuración muy medida y pensada traza dos parábolas que se tocan. El remate es especialmente emotivo. Bonita pero leve, sin ser de lo mejor, por fin empezamos a concebir que se podía ver buen cine en el Festival. Como curiosidad: durante una de las escenas con aguja y colocón, un hombre se desmayó en la sala. Lo último de Suwa y del también actor Hippolyte Girardot, recién llegado de Cannes, donde, aseguran, fue ovacionada, que es lo mismo que decir nada. Yuki & Nina (2009) son hora y media de niñas diciendo cosas de niñas, haciendo cosas de niñas, preguntando cosas de niñas, y eso. Ya está. El pretendido naturalismo en el acercamiento al universo infantil está más cerca de un reportaje televisivo que de François Truffaut. Nada ocurre, ni por dentro ni por fuera, excepto durante los únicos 10 minutos de cine de toda la película, donde sin aspavientos y con irreparable suavidad se quiebran las fronteras del tiempo y del espacio. El resto no tiene sal ni azúcar, y la conclusión chorrea obviedad. No, no me esperaba esto de Nobuhiro.

Llegó Chloe (2009), y adelanto que me pareció un Egoyan sólo domado en la forma, pero con un fondo perturbador, capaz de dejar poso. También escribí sobre ella para Miradas.

Las nueve de la noche. Llegó Whatever Works (2009). Llegó Larry David. Llegó Woody Allen. Reciclando elementos de sus años dorados neoyorkinos, se constituye como un delicioso remix, brillantemente perpetrado (a base de diálogos afilados, plenos de malabares semánticos y conceptuales, de agudas réplicas y maliciosas contrarréplicas), no deja moro, cristiano ni judío con cabeza. Abandoné la sala feliz y convencido.

Pero después del pesimismo vitalista y del humor desinhibido de Allen, tocó Precious (2009), cuya hiperbólica sinopsis nos lleva hasta Harlem, donde una chica de dieciseis años, con un hijo retrasado mental, se queda embarazada por segunda vez de su propio padre y no encuentra refugio ni en casa (donde le espera una madre ladradora y mordedora) ni en el instituto (donde es agredida verbal y físicamente por sus compañeros). Y aún así, Lee Daniels se las arregla para provocar hilaridad con las ensoñaciones de la protagonista, en una película emotiva y, valga la redundancia, preciosa. Y si el argumento parece la parodia del tópico dramón oscarizable fabricado en serie, nada más lejos: un drama sórdido, sí, pero más sugerente que explícito, cuidadosamente construido en fondo y forma (donde la reiteración temática es aparente y cada secuencia aporta un nuevo dato que nos acerca o distancia más de los personajes), con hallazgos realmente sorprendentes en la puesta en escena, como aquella inmersión de la protagonista y su madre en una película neorrealista. No rompe moldes pero la elaboración milimétrica del guión, pleno de naturalidad y costumbrismo (auténticos, nada que ver con la de Suwa-Girardot) y el portentoso trabajo de la protagonista hacen que la identificación con esa chica obesa que se tambalea con sus dramas en silencio sea directa, inmediata y absoluta. Cine testimonial de mucha altura, que no permite que la calidad cinematográfica resbale de entre las jabonosas manos de las buenas intenciones.

CONTINUARÁ

Críticas en Miradas de Wo de Tang, Chloe y This is love.

13 sept 2009

Barraca de Feria se va a San Sebastián

Disculpad por mi prolongada ausencia, pero los exámenes de septiembre me están impidiendo dedicarle al Blog el tiempo que me gustaría. Pero hay buenas noticias (al menos para mí): de la noche del 18 a la mañana del 21 estaré en el 57 Festival San Sebastián. Asistiré a quince proyecciones (y quizás a alguna rueda de prensa), que comentaré día a día en el Blog.
Se me han quedado fuera Quentin Tarantino (ya que sólo me interesaba asistir si acaso al primer pase, por la curiosidad que me depara la recepción crítica que fuera a tener la peli) y Ang Lee, y es una pena, porque el cine de este señor es una de mis numerosas debilidades.

He ignorado el ciclo del muy estimulante Richard Brooks por razones de tiempo. Ésta es la lista de filmes (incluidos los de retrospectivas) que veré y comentaré a partir del viernes:

Chloe (2009), de Atom Egoyan.

Yuki & Nina (2009), de Hippolyte Giradot y Nobuhiro Suwa (Os recomiendo que echeis un vistazo a la sórdida sinopsis).

Wo de tang (2009), de Zhang Huilin (Escogida prácticamente al azar).

Le Refuge (2009), de François Ozon (Sí, sí, el de la "masterpiece" 8 mujeres).

Whatever Works (2009), del tío ese que perpetró Vicky Cristina Barcelona.

Reyes y Reina (2004), de Arnaud Desplechin.

Precious (2009), de Lee Daniels (Promete ser el dramotón heavy del festival, en pugna con la de Ozon).

El secreto de sus ojos (2009), de Juan José Campanella (¡¡Sin Eduardo Blanco!!, actor que aportaba e incluso imponía a menudo el tono buenrollista en su filmografía pretérita. Ya sólo por eso, aplaudamos la innegable audacia de este señor, dando un paso adelante auténticamente bestial en su carrera artística).

El baile de la victoria (2009), de Fernando Trueba (returns).

This is love (2009), de Mathias Glasner.

La cinta blanca (2009), la nueva comedia romántica de Michel Haneke.

Le convoyeur (2004), de Nicolas Boukhrief.

City of life and death (2009), de Chuan Lu.

77 Doronship (2009), de Pablo Agüero.

17 ago 2009

Enemigos Públicos: El hombre que disparó a John Dillinger


Enemigos públicos (2009), de Michael Mann.

Entre la ficción sacralizadora y la desmitificación, Mann elige un camino intermedio: el de recrear a su protagonista como (anti)héroe mítico. Pero no importa tanto cómo ha llegado a serlo sino lo que representa en sí cuando ya lo es, su aceptación, entre cómoda e irónica, del papel que le asignan la sociedad y los poderes fácticos.

Enemigos públicos es una mirada autorreflexiva sobre las condiciones del héroe mítico, que bien podría haber sido Aquiles, Robin Hood o Eneas. Precisamente, uno de los aspectos más enriquecedores del filme es el reconocimiento de Dillinger de su propia mitificación, inmortalizado por los medio de comunicación. Sabe que el sello que prensa, televisión y radio han dejado en la memoria colectiva lo congelará en el tiempo, aunque él no pase de la tarde siguiente. Como modernos juglares, los mass media transmitirán su gesta de generación en generación; tras la muerte, perdurará la imagen (de sustrato más legendario que real), de la que los artífices de la comunicación se nutrirán para prolongar su poder de difusión. La película de Mann recoge esta imagen fabricada -casi monolítica- de un ladrón honesto, y durante dos horas y media reflexiona sobre este proceso -entre otras muchas cosas-.
Algunas de las claves del filme (perdonad el desorden, pero las he escogido de entre varias cosas que he comentado en un par de foros):

1) Michael Mann ha hecho su película más atípica y anticonvencional. Aunque se estrene en circuitos comerciales y en su reparto figuren nombres con tirón, su audacia narrativa es impropia de alguien inmerso en la maquinaria holywoodiense (Aunque, por suerte, existen estas excepciones).

2) La narración (deslavazada, compuesta de fragmentos casi independientes) es consecuente con la última etapa vital del protagonista: el carpe diem llevado al paroxismo, una vida que es la yuxtaposición de impulsos inmediatos, de ambiciones urgentes. Avanzaba a empellones al encuentro de la muerte. Es complicadísimo reorgranizar ese material y darle coherencia narrativa interna: y Mann lo hace inigualablemente. Carga de tensión cada secuencia, sin la necesidad de un hilo conductor sólido, sirviéndose de los antagónicos Dillinger y Purvis como nexo único entre unos momentos y otros. Es, pues, la cinta más experimental del director.

3) Mann desdeña toda explicación psicológica. En el cine negro de calidad, los personajes se definen por sus acciones, no tanto por diálogos, monólogos u otros recursos más propio de obras de no-género. El cineasta eleva este concepto a la décima potencia: los díalogos son escasos, pero precisos; su aparente trivialidad puede llegar a despistar, pues no hay asomo de pomposidad ni aires de trascendencia, pero aclaran con un dominio magistral de la economía verbal propiedades esenciales de los personajes. A su vez, el director rehúsa subrayar con rotuladores fosforito las acciones definitorias de Dillinger y cía: le bastan gestos minúsculos: Purvis, dando la espalda a la tortura insoportable del hospital, de la que es amargo cómplice; Dillinger reconociéndose en los recortes de periódico, entendiendo que el agotamiento de su tiempo vital supone el acceso al tiempo mítico, a la memoria colectiva, a la eternidad; Purvis, desarmado por la culpa, después de participar en el asesinato de Dillinger, entendiendo por fin el chantaje atroz al que tuvo que someter a una inmigrante ilegal para cazar a su presa (¿No piensa nadie en Pat Garret & Billy The Kid, de Sam Peckinpah?); Dillinger, irremediablemente leal a sus amigos, incapaz de soltar la mano de su agónico compañero hasta que este no expira. Y así podríamos seguir un rato. Es, pues, un filme de gestos aparentemente nimios, imperceptibles, pero que dicen todo lo que necesitamos saber sobre los personajes.

4) El formato digital ha irritado a muchos espectadores, y se ha hablado de lo injustificado de su uso. Creo que, en general, no se ha valorado de forma suficientemente minuciosa la relevancia de esta decisión formal, mucho más profunda de lo que resulta en apariencia. Porque no es sólo un medio para lograr una inmersión mayor del espectador en la historia y la época (si fuera únicamente esto, resultaría incluso discutible). Su alcance es más serio. Mann, en realidad, ha rodado una película que versa, entre otras cosas, acerca de la muerte, y las distintas formas que el ser humano tiene de buscarla, evitarla o enfrentarla. Ha rodado un filme en el cual la muerte está latente en prácticamente todas las secuencias: el miedo de Billie a que el deceso de su amado eche por tierra sus sueños; la asunción última de Johnny de su cantado final; o el dudoso orgullo que siente Purvis por su participación en lo que es una gesta de la muerte. Así, pues, estamos hablando de un cine que mira frontalmente, cara a cara, a la parca. Y de ahí surge la necesidad de representar (o interpretar) la violencia atroz que empapa la vida de estos hombres con un realismo documental. Los asesinatos aquí son crudos, áridos, yermos (a lo cual ayuda el formato digital, sin duda), y a su vez la cámara trata de individualizar cada muerte, de hacerla única e irrepetible; una tarea parecida a la realizada por Francis Ford Coppola en su trilogía de El Padrino, pero abandonando todo lo que de estilizado pudiera tener antaño el cine de Mann, y abriendo paso a la brutalidad más descarnada. Este afán de rodar la muerte no desentona con cierta poesía, con un tono elegíaco (sobre todo el que rodea a Dillinger), pero el director rechaza cualquier tipo de concesión sensiblera a sus protagonistas: basta observar el agujereado cuerpo de Dillinger tras el tiroteo. El cadáver cae destrozado en medio de la calle. Mann renuncia a aligerar la violencia cuando es ejercida contra su protagonista: incluso nos permite observar su rostro, atractivo hasta unos minutos atrás, atravesado por una bala. (y bien podría haber usado una elipsis cobarde, como ocurre en El hundimiento). El digital también es la manifestación más inmediatamente visible de una nueva manera de encarar el cine de género; como sabiamente comentan en el blog Y encima se llamaba Alabama, la tensión explícita en varias escenas entre la imagen fotoquímica y la digital lo es también entre dos formas de entender el cine negro, entre Walsh, Lang, Hawk o Huston y el posmoderno Mann.

5) Los abundantes tiroteos son necesarios; funcionan como danza criminal, como la concreción máxima de una forma de vivir y de morir: acorralados, resistiendo, escapando. En todos se nos da información nueva sobre alguno de los personajes, o bien condensan la mirada particular de Mann sobre la violencia y la muerte, ejes motores del filme. El ambientado en la cabaña es la sublimación de las ideas antes expuestas. 

6) La hagiografía de Dillinger es tan sólo aparente; no hay tal, sólo que Mann ha querido hablarnos con el lenguaje que se cuentan las leyendas y se forjan los mitos populares (otro de los cimientos de la película). Cae simpático, como la inescrupulosa pandilla de Grupo Salvaje, por su sentido de la lealtad, por su afán de jugar limpio y por su forma de vida, escasamente burguesa (seguro que más de uno fue corriendo a comprarse una Thompson al terminar la sesión). Eso no significa que Purvis, como antagonista, sea una plasmación del Mal en la tierra: a pesar de su hermetismo, el atormentado detective despierta mi afecto, y su suicidio termina por dignificarlo. Y Billie, que en un primer vistazo podría ser evaluada como un ser eminentemente positivo, es tanto una amante entregada como la encubridora de un criminal. Que cada cual juzgue como quiera. Pero lo que está claro es que una mínima exploración bajo la superficie niega cualquier forma de maniqueísmo.

13 ago 2009

John Ford: épica y ética


Muchos de los seres que habitan el cine de John Ford tienen un algo de Alonso Quijano. Se mueven mínimos, reducidos al tamaño de hormigas en planos generales de vastos escenarios. Arrastran sus demonios y sus sueños por paisajes polvorientos, como Don Quijote a través de los escasamente épicos parajes manchegos.

A menudo, estos hombres pierden cosas: sobrinas, guerras, mujeres o movilidad. Pero, curiosamente, la galería de losers que pueblan el cine de Ford (la doctora Andrews, Tom Doniphon, Frank Skeffington, Ethan Edwards, Frank `Spig´, los bandidos de Tres Padrinos o la soldadesca de No eran imprescindibles) despiertan la fascinación del héroe mítico. A veces, Ford se porta bien con ellos, y les regala crepúculos generosos, como al capitán Brittles de La legión invencible o al atormentado boxeador Sean Thorton en El hombre tranquilo.

Para Ford, como para Cervantes, la épica y la ética son conceptos indisolubles. Es fácil asumir la victoria; encajar la derrota, sin embargo, presenta complicaciones: nos obliga a ponernos frente al espejo, a redefinir nuestros esquemas vitales y nuestra moralidad. El concepto se lo robo a Peter Bogdanovich: "la victoria en la derrota". Ganar perdiendo: como Don Quijote, golpeado, vilipendiado, defenestrado, cuya última audacia es asimilar su propia cordura, negar la balsámica ficción. Muchos personajes de Ford fatigan los caminos (del desierto y del alma) desesperadamente; lo que buscan, en verdad, es apaciguar los volcanes interiores. En medio de una guerra perdida o de la negación de un futuro acogedor, el auténtico triunfo pasa por una redención ética. Por saber que se ha hecho lo que había de hacerse, aunque eso te condene al exilio de ruinas solitarias que hubieras querido compartir con una mujer que, ahora, se pasea del brazo de otro. La épica reside en el corazón de la ética: la victoria reside en el compromiso moral. Un compromiso que no entiende de leyes, reglas o normas; más bien, su búsqueda es la consecución de unos principios personales y, a veces, incomprensibles para los demás. Tantas veces, al final, han aceptado que ya no tienen cabida en la Historia, que el tiempo, peligroso depredador, se ha cebado con sus huesos; entonces, entienden que la labranza del futuro depende de otros, y se entregan a su destino de sombras errantes.

Quizás, tras encontrar el tesoro de los áridos paisajes de su alma, no les quede sino la tristeza. Pero al menos siempre sabrán que hicieron lo que debían hacer. Lo correcto.


No es el único nexo entre Cervantes y Ford. Para muchos, el primero inventó (o al menos concretó con la suficiente fuerza como para tener posterior relevancia) la novela poliédrica. En El Quijote se puede leer uno de los más apasionantes alegatos feministas que se recuerden; pero también, el monólogo de una mujer que halla la ansiada felicidad en el encierro y la sumisión.
Cuando hablamos del discurso de una película de Ford, debemos hacerlo en plural: ninguna de sus películas es el recital de una sola voz. Un ejemplo sería el final de Fort Apache: un picado exalta la marcha del Séptimo de Caballería; van a la batalla. Incluso -nos susurra Ford con elegíaca veneración- quizás perezcan estúpidamente, por culpa de la megalomanía o el orgullo de algún general sanguinario o majara. Pero precisamente ahí reside el respeto que inspiran: hombres abnegados, a menudo tratados injustamente, que dan la vida por proteger a su comunidad. Un plano basta para comprender sus principios, su viril exaltación del compañerismo, su deber para con el grupo que los acoge. Su destino es a la par titánico y trágico, glorioso e imbécil.

Entonces, la cámara nos deja con esas mujeres de futuro enlutado, que ven marchar a sus maridos e hijos. Y compartimos su tristeza, apoyamos su rebelión contra la muerte, su frustración ante un porvenir abandonado y sombrío, entregadas para siempre a honrar a sus muertos; observamos la marcha casi fúnebre de sus compañeros hacia el hosco desierto, y entendemos que esos hombres se dirigen al matadero.

5 ago 2009

Brevemente: Y entonces, Kitano alcanzó a la tortuga


Aquiles y la tortuga (2008), de Takeshi Kitano.

Qué bien me sabe volver a recuperar al gran Kitano (algo cambiado). Y eso que, tras la autoinmolación iniciada en Takeshis y consumada en Glory to the Filmmaker sabía que no volvería a ser el de siempre. Rara vez, en la historia del cine, se han visto ejemplos de un cine que reflexiona sobre las condiciones fílmicas y personales de su propio autor con tanta crueldad, corrosión, visceralidad y con tan evidentes marcas de fatiga de un hombre que se ha cansado de sí mismo y del reflejo que han creado los medios de comunicación de su persona. Se satirizó sin piedad en la estimulante e irregular Takeshis, insertando en una misma narración a Takeshi-persona y Takeshi-personaje, al actor de poca monta que empezó siendo y al artista polifacético y consagrado que ha llegado a ser. Tras la nefasta Glory to the Filmmaker, que mantenía un tono aceptable (especialmente divertido era su guiño al melodrama japonés clásico) durante su primera media hora, pero que acababa desmadrándose de una forma tan gratuita como carente de cualquier asidero formal o narrativo, pensé que, hiciese lo que hiciese Kitano después, necesariamente sería mejor que este inenarrable tropezón del Beat.

Y así es. Aquiles y la tortuga no decepciona: durante media hora evoca con acierto y sencillez el tono de tragedia revestida melodramáticamente característico de Ozu; después, se sumerge en la excentricidad hiperbólica que rodea la fijación artística de su protagonista: un hombrecillo, con vocación infantil de pintor, que persigue el éxito en galerías artísticas en vano, como si de la famosa paradoja de Zenón del título se tratara.
Me río de las surrealistas desventuras de este tipo, pero a la vez me despierta infinita piedad su tragedia. La película avanza de fracaso en fracaso, e intercala agudas -aunque algo esquemáticas- críticas al mundo del arte. El verdadero triunfo resulta ser la comprensión de que éxito y talento no van necesariamente de la mano, y de que, medrar en un mundo tan elitista y exclusivo, tiene más que ver con el marketing, la habilidad de promoción y el apoyo de mecenas-inversores que con la genialidad.

Muy satisfactoria; pierde, en buena parte de su metraje, la rigidez y el hieratismo de las pelis anteriores del director; pero conserva su humor casi pueril y su característico lirismo lúdico. Es un Kitano agradeciblemente reinventado. Que siga así.

1 ago 2009

Pixar toca el cielo


Up (2009), de Pete Docter y Bob Peterson.

Palabras, palabras: ¿qué puedo decir de este hito cinematográfico? Quienes me conocen o llevan leyendo este Blog desde hace tiempo (Recuerdo que escribí algo sobre Wall-E en este mismo espacio), saben que para mí, el cine nacido de esta subsidiaria de la todopoderosa Disney, es el más logrado del panorama actual (Quizás compartiendo podio con el infatigable Clint Eastwood y con algunas producciones de HBO). Me enamoran tanto los largometrajes como sus maravillosos cortos.


En las películas de Pixar Studios, se recupera el placer de escuchar y ver una historia bien narrada y clásicamente estructurada (Algo tan cuestionado por la Nouvelle Vague y sucesores iodeológicos); los ingeniosos gags visuales del mejor slapstick, renacen en su máximo esplendor, evocando, homenajeando y transgrediendo la genialidad de Harold Lloyd, Charles Chaplin, o Buster Keaton; la identificación entre espectador-personaje obtiene su contrapeso en la risa liberadora, en el humor desdramatizador, en el chiste fino, ocurrente y agudo que destruye cualquier posibilidad de solemnidad, sin neutralizar posibilidades reflexivas. Técnicamente, son mucho más que los amos: la calidad de la animación no sería la misma sin la inagotable creatividad plástica de estos intachables orfebres, artesanos y artistas.


Hay también, en en el cine de la productora, lugar para géneros como el terror: cómo olvidar a los ingenuos marcianitos de Toy Story, cegados por la fe absurda de que saliendo de su máquina expendedora encontrarán la anhelada felicidad; también el descubrimiento que hace Remy de ese Auschwitz ratonil, que es la tienda de trampas para animales, en la preciosa Ratatouille; o, por último, la subversión de los papeles de perseguidor y perseguido, asustador y asustado, en Monster S.A., donde el miedo ejercido por los monstruos soterra un ridículo pánico causado por los propios niños. Pixar lo tiene todo; es una fábrica de clásicos.


***

¿Cómo empezar a escribir sobre Up? ¿Rastreando sus posibles orígenes? Yo encuentro referencias claras al canto a la amistad de Capitanes intrépidos (Protagonizada por Spencer Tracy, sospechosamente parecido al personaje principal del filme de Docter y Peterson); a la narración esencialista, exenta de palabras, reducida al gesto mínimo y puro del cine de Charles Chaplin (El amor antiburgués de la pareja me hace recordar Tiempos modernos); al interés por la estética de la naturaleza y la militancia ecologista del gran Hayao Miyazaki; y, en fin, al cine de aventuras clásico de los años 30 y 40 (King Kong y El mundo perdido son influencias casi confesas) que se sitúa en el génesis de la película, y la vertebra desde el primer al último plano. Me acuerdo también de la reciente Gran Torino, pero la increible similitud parece casual.

Y es que Up es, entre otras cosas, un turmix sólido y selecto de lo mejor que ha dado el cine de género en las primeras décadas de Holywood. Esto no excluye la capacidad de innovación de sus creadores: rompen con el estereotipo clásico del aprendizaje como un camino unidireccional (De padre a hijo, de maestro a alumno, de mayor a menor) y lo transforman en una ruta de doble sentido donde el enriquecimiento es mutuo, incluso más grande para el anciano, cuyo espíritu aventurero se reaviva en el umbral de la muerte (elemento implícito y explícito en todo el filme) gracias al optimismo de su joven acompañante. Es reseñable, asimismo, la implicación directa de un anciano en la trama, figuras habitualmente excluidas en los filmes de aventuras, y aquí núcleo y protagonista (¿Os suena El castillo ambulante?).

Durante la primera mitad, el tándem de directores opta por cierto vanguardismo narrativo, que utiliza con sutileza la intertextualidad (Homenajenado y recreando en el propio filme otras películas anteriores), sirviéndose de los resortes del cine mudo y de su negación de la retórica para narrar situaciones: qué conmovedor resulta el tramo que cuenta, sin palabras, la vida de Carl y Ellie; qué bien juega e interactúa la película con los pequeños pero significativos detalles que definen la relación de la pareja.

La segunda parte es un clásico cuento de aventuras, búsquedas, pérdidas, descubrimientos exóticos y desencuentros, y, a la par que nos ofrece las secuencias de acción mejor rodadas vistas en mucho tiempo (Junto al Spielberg de El reino de la calavera de cristal), ahonda con sensibilidad pero sin sensiblería en las relaciones que surgen entre los personajes, más matizadas de lo que podrían aparentar en un primer momento (Incluso Ellie, presencia ausente, juega un papel importante y conforma lo que es el trío central de la película). Al final, nos queda un canto ciertamente melancólico pero vitalista, una oda optimista a "vivir la vida" (Como defiende cierta película de Frank Capra), a volar alto, por encima de obligaciones impuestas y convenciones sociales.

Es, en fin, una película inmersiva (Estupenda entrada del 3D en el cine de Pixar), capaz de conmover hasta la lágrima y a la vez provocar carcajadas, y que termina de fascinar gracias a una imaginería visual única. Es, digámoslo ya, una obra maestra absoluta, una dignificación del cine de animación que vuelve a confirmar que las grandes películas lo son al margen de cualquier etiqueta.

Por mi parte, Up es un clásico inmediato y una de las mejores películas que he visto en mi vida. Y lo digo sin sonrojarme.

22 jul 2009

Reivindicación (III): Brujas y brújulas



La brújula dorada (2007), de Chris Weitz
No trata este post de hacer una reivindicación al uso. La brújula dorada no es una gran película; dista mucho de ello. Pero tiene determinados elementos que despiertan cierto interés dentro del estomagante aluvión de cine fantástico que venimos sufriendo, ya sea el protagonizado por críos designados para salvar mundos en crisis, como las consabidas fantasías épicas, cortadas según el patrón de las célebres adaptaciones de Peter Jackson.

Aunque a veces aparente lo contrario, no tengo ningún prejuicio contra esta modalidad, a pesar de que la fantasía que realmente me apasiona (más fácil de encontrar en literatura que en cine) es aquélla en la que lo fantástico es una meta, un fin, un horizonte, y no un medio para narrar un melodrama teen o aventuras desbordadas de adrenalina. El motor esencial de esa modalidad del género fantástico sería el extrañamiento; un buen ejemplo: algunas películas de Jacques Torneur.
Sin embargo, aún intentando no hacerle ascos a nada, resulta imposible no ir edificando prejuicios contra esta clase de productos tras haber padecido unos cuantos. En los ejemplos que conozco de cerca (El señor de los anillos, Harry Potter, Eragon, Dungeons & Dragons, Narnia) las escasas cualidades tienen más que ver con el diseño de producción y la labor del equipo técnico, que con los valores narrativos y los recursos expresivos (pocos y pobres). Abundantes planos panorámicos, postales paisajísticas y fuegos de artificio; y, sobre todo en los casos de las fantasías épicas, un exceso de altisonantes y huecas deliberaciones sobre la amistad y el honor. En resumen: que este es un cine que, generalmente, veo por compromiso.


***

El tedio de una inaprovechable tarde de tormenta me acercó a la película que nos ocupa ahora. De otra forma, el encuentro habría sido improbable. Tengo entendido que está inspirada en la primera parte de una trilogía de Philip Pullman. En su reparto, figuran estrellas como Nicole Kidman (deliciosa villana de la función), un mal aprovechado Daniel Craig y fugaces apariciones de Christopher Lee y Eva Green. El acertado elenco es, precisamente, uno de los más sólidos cimientos del filme.
En muchos aspectos, La brújula dorada conjuga algunos grandes defectos del cine comercial actual: las relaciones entre los personajes y la importancia dramática de las situaciones no tienen lugar a ser consideradas y juzgadas por el espectador, sino que el guión impone un par de frases como sustituto de la deseable densidad de contenido . Por ejemplo, no tenemos la oportunidad de comprobar lo estrecha que es la relación entre dos personajes; la película, en cambio, emplea un diálogo entre estos para que sepamos cuánto se quieren; pero, al fin y al cabo, ese criterio lo está imponiendo el guionista: no es algo que podamos corroborar y someter a juicio como espectadores activos.

El resultado de esto es una cierta distanciación respecto a lo que les sucede a los (excesivamente) numerosos seres que protagonizan la aventura. Quizás a excepción de la carismática Lyra (Estupenda Dakota Blue Richards) y del úrsido loser Iorek Byrnison.
Lo que realmente ayuda a hacer la película llevadera e interesante son determinados apuntes simbólicos y metafísicos sembrados en la narración: la presencia de una sombría corporación que desea "purificar" a los niños despojándolos de su alma; la materialización del alma en misteriosos acompañantes zoomorfos; o la presencia inquietante de un Polvo (En mayúsculas) primitivo que conecta distintos universos. Por desgracia, Weitz quiere que su película sea, tan sólo, una mera introducción a este prometedor universo, y apenas esboza estas ideas, dejando el conjunto con cierto sabor a poco.
Existe un exceso de fichas en el tablero y muy pocos movimientos. El único tramo contado con detenimiento y capacidad de identificación es el que la niña protagoniza junto a Iorek. El resto, entretiene e intriga, pero no me abandona la sensación de que dos horas son insuficientes para tantas brujas y brújulas. Se echa de menos, por último, mayor personalidad estética: la imaginería visual despierta, en muchos casos, sensación de deja vu; en otros, es notoria su sosería. No hay lugar para la sorpresa en este punto.
Finalizando, La brújula dorada es una película de narración excesivamente embrollada, y en conjunto, algo fría por su incapacidad de darle la relevancia necesaria a cada uno de múltiples elementos que conforman la línea argumental. Pero gracias a su ritmo ligero, así como al interés de determinados componentes simbólicos (apenas esquematizados, por desgracia) entretienen e intrigan lo suficiente como para llegar hasta el final sin mirar el reloj. Esperemos que las secuelas desarrollen acertadamente las premisas presentadas en ésta irregular, pero aceptable, primera parte de la trilogía.

21 jul 2009

Tiempo para el tiempo





El curioso caso de Benjamin Button es, sin duda, la película que más honda impresión me ha dejado a lo largo de este año de cine. Me acompañaron otras dos personas el día de su estreno: ambas contuvieron las lágrimas a duras penas. Un servidor acabó el visionado con un nudo marinero en la garganta. Tardé días en desanudarlo.

No me apetece ponerme a escribir largamente, tanto tiempo después (aún habiéndola revisitado hace escasos días) sobre este recargado, complejísimo filme. Su estilo abigarrado, su cuidada conjunción de pequeños elementos, de detalles, que conforman innumerables mosaicos que abren múltiples vías reflexivas y sentimentales para el espectador, supuso una experiencia orgásmica para mí. Y, tanto la primera como la segunda vez, al llegar a los créditos, me acompaña la sensación de que Fincher -que ya empieza a merecerse algún adjetivo especificador del tipo Gran - ha condensado la vastedad de una existencia octogenaria en menos de tres horas; que ha extraído las grandes nimiedades que componen cualquier vida, y que escuchando la lectura de la desconcertada Julia Ormond, el espectador tiene la oportunidad de ver y oír la recreación de un vastísimo fresco vivencial. Espectacular, pero distante y distinta de Australia(s), Titanic(s) y Bailandoconlobos y su condición de infartantes sandwiches hollywoodienses, donde la prometida carne publicitada en los jugosos carteles es realmente escasa, y es la ingente cantidad de mayonesa y relleno vegetal (generalmente escarola o cebolla) la que ocupa el grosor mayoritario del paupérrimo alimento. Hablando en plata: no hay lugar para la paja, para el relleno indeseado.

La gestación del talento fincheriano en el campo publicitario, espacio de entrenamiento y experimentación visual, no ha sido vana para él: en algunos de los más breves episodios (como el cuento inolvidable que abre la película) podemos detectar con facilidad motivos estéticos de la lengua de la publicidad usados con tino (Muy al contrario que en el demencial y fallido videoclip El club de la lucha, a la que prometo dedicarle otro post) y sabiduría: como aquel evocador rebobinado que da otra ilusoria oportunidad a los soldados caídos en la guerra.

Al final, he dicho más de lo que pretendía. En realidad, todo esto iba a ser una introducción para una reflexión que escribí en algún foro. Copio y pego directamente; espero que su lectura os sea interesante:


"Desde el principio, sigue una línea marcadamente barroca, con un gusto por lo abigarrado, por la explosión ininterrumpida de sentimientos en imágenes y palabras, pero lo hace con la delicadeza suficiente para mantener el interés en lo que cuenta. Aparte de ser una peli melancólica, evocativa, lírica, llena de personajes entrañables, me gustaría mucho destacar su impresionante reflexión histórica, algo que yo no podía eludir, teniendo en cuenta que la historia de América Latina y América del norte son dos de mis debilidades.


Ya sabíamos de Fincher el interés que tiene en mostrar el rumbo de los Estados Unidos en los últimos tiempos. Radiografió con mucho acierto la cultura del terror en Seven y La habitación del pánico; y en Zodiac, haciendo algo similar, situaba a los personajes ante la necesidad de encontrar una verdad propia en tiempos de zozobra, de enfrentarse al miedo en una época donde prevalece la paranoia, todo ello contado mediante una absorbente trama de reconstrucción periodística. Ésta Benjamin Button escoge la manera de enfrentarse a la historia desde lo particular (el término sería intrahistoria), siguiendo los pasos de Scott Fitzgerald, Unamuno o Alejo Carpentier.


La película huye en todo momento de referirse frontalmente a acontecimientos políticos y sociales remarcados, exceptuando la omnipresente Segunda Guerra Mundial, pero teniendo un conocimiento básico de la historia cultural del país, no es muy difícil llegar a la conclusión de que estamos ante una parábola o alegoría sobre el auge y la muerte de Estados Unidos. La historia se abre en el Nueva Orleans de principios del siglo XX: una ciudad en plena decadencia de valores (es interesante ver cómo Medianoche en el jardín del bien y del mal muestra la consumación de este declive), que había tenido su auge como metrópolis durante las últimas décadas del XIX, pero cuyos rasgos "europeizantes" (muy bien detallados por la peli) empiezan a vivir una crisis; y que es, a su vez, la madre del jazz, una de las primeras creaciones culturales poscoloniales genuinamente norteamericanas. Al final, cerramos con la muerte de Nueva Orleans -en un país que no sólo ya no depende culturalmente de Europa, sino que ha exportado al resto del mundo sus propias creaciones culturales- pero a su vez, en una era de escepticismo político, social y económico. Si el ciego visionario había decidido construir un reloj que narraba, de alguna manera, la resurrección de un país, que durante el siglo XX llegaría a su clímax, la sustitución por el reloj digital que, ésta vez, funciona correctamente, marca el inicio de unos nuevos tiempos, representados por esa "niña perdida", la hija, que deberá mirar al pasado (en forma de diario de un hombre fuera del tiempo) para entender y enfrentarse al metafórico huracán que se avecina. La peli, como hemos visto, huye totalmente de cualquier gran referencia a la historia (o incluso a sus mecanismos): todo lo hace mediante pequeños detalles: como los abundantes diálogos acerca del pasado de los personajes o de sus ancestros; hombres como el indio obsesionado con sus raíces americanas o el propio empresario blanco sureño Thomas Button; o incluso referencias musicales (constantes durante la película) y pequeños retazos de historia social: la liberación individual de los protagonistas durante los años sesenta, en los que las ideas de la "nueva juventud americana" se extendieron como la pólvora desde Berkeley al resto del país. Es precisamente, tras ésta fugaz coincidencia entre Button y Daisy, cuando todo se pierde entre ellos: de alguna forma, ella acepta lo que para él resulta imposible (otra vez simbolismos), formar una familia, sentar la cabeza, llevar la vida conservadora, antes rechazada por ambos. Benjamin vuelve a alejarse del tiempo que le ha tocado vivir, del que tiene una comprensión más madura que el resto de seres que habitan la película. Y desde entonces, los setenta, ochenta y noventa y la consolidación, entre tanto, de los Estados Unidos como potencia total. La muerte de Benjamin Button quizás no sea sino la muerte prematura de ese propio país (marcada en la peli no por el manido 11-S, sino por el huracán Katrina), cuyo siglo XX nació amoldado a valores europeos que ya desaparecían, y que se muere, sin memoria de su pasado y con temor al presente, en plena incertidumbre (Recordemos lo que dice Daisy al hablar de su hija: una niña "perdida").


La peli es un canto, aparte del rollo histórico, al "carpe diem", pero también a unos valores morales de un individualismo americano que no es aquel que hoy en día todos asociamos con el materialismo, sino esa idea que A. Camus recoge en su cita "Ser libre es poder ser mejor". Un individualismo, al fin, humanista (genial cómo en una frase de Button se condensa la mayor crítica desde el punto de vista humano que se puede hacer a la guerra) y libertario, más próximo a las ideas de Thomas Jefferson que a las que han mantenido sus líderes políticos del XX. Un canto a una refundación moral, que será también la creación de una nueva historia para un país que se pierde entre brumas. "

18 jul 2009

Vuelve Barraca de Feria

Retomo este Blog tras una larguísima pausa. Las excusas que puedo encontrar son varias -estudios, trabajo, podredumbre moral-, pero, en realidad, sólo puedo achacarle a un factor este inopinado abandono: la pereza.

Vuelvo, y no quiero volver a irme (Qué barroco me ha quedado). Una de las cosas que me motiva a rehilar esta prenda de varias telas -ninguna definitoria de su carácter-, más de áspera lona que de seda, es el haber ganado el XII Concurso de Crítica de Cine de Guía del Ocio, al que se presentaron más de 3000 personas en la Comunidad de Madrid. Comenzaré mis primeros pinitos profesionales (Aunque ya he escrito, de manera desinteresada, en otras publicaciones impresas) el mes de agosto, en la revista, para los interesados. Las críticas que me hicieron recibir este honroso reconocimiento fueron sobre las películas Watchmen (Que puse a caer de un burro) y Revolutionary Road (Encumbrada sin sonrojo).

Mi breve crónica de la peli de Mendes salió publicada en la propia Guía del Ocio. También la podéis leer en este enlace, pero la pego en el propio Blog, esperando la opinión de mis escasos pero queridísimos lectores (si es que aún los sigue habiendo):


"Sam Mendes se reafirma, en su cuarta película, como un director camaleónico y heterodoxo. Frente a los delirios autorales de algunos venerados artífices del cine moderno, obsesionados por dejar una huella de autoridad artística en cada producto, el cineasta inglés demuestra una vez más una notable habilidad para que el tono exigido por la historia narrada sea el molde que dé forma a la puesta en escena. Esto no riñe con una continuada y honda preocupación ética y estética, algo que manifiesta ejemplarmente en Revolutionary Road.

Ciñéndose a la novela homónima del muy vigente Richard Yates (desarrollada en los años 50 del pasado siglo), Mendes se convierte en desgarrado relator de las miserias cotidianas de una grisácea clase media enclaustrada en las coloridas viviendas con jardín de los suburbios de Connecticut. El hiriente y corrosivo zarpazo al sueño americano (también británico, español o canadiense, por supuesto) remite a la esperpéntica farsa American Beauty (Sam Mendes, 1999), pero ésta vez el tono es calculadamente serio (huyendo, eso sí, de toda solemnidad impostada) a la par que versátilmente cotidiano. Su principal mérito es construir un filme de profundas implicaciones sociales, y no exento de cierto alcance poético, a través de un manojo de sujetos prosaicos, extraídos del más vulgar y tangible día a día (evitando cualquier estilización complaciente). El resultado es la crónica de la gran derrota de un país concebido entre quimeras decimonónicas y sobre pilares revolucionarios erosionados por el tiempo, ejemplificada en un pequeño drama matrimonial de frustración y fracaso, tanto más aterrador al tratarse de una tragedia de andar por casa, inmediatamente identificable en la realidad más próxima.

Resulta reconocible la angustia de ésa joven pareja que empieza a ser consciente de que la mediocridad circundante, antes criticada y desdeñada, comienza a empantanar los rituales diarios que componen su existencia. La desasosegante peripecia la encabezan un marido tan conformista como hastiado de su presente, y una estrellada actriz amateur con la audacia suficiente para luchar por añoradas utopías parisinas, que fácilmente podrían truncar las complejas circunstancias. La dirección de Mendes puede ser culpada de rígida y teatral, pero resulta tan efectiva como apropiada para transmitir el doble rostro de esa quietud engañosa del falsamente armónico hogar burgués, siempre a punto de derrumbarse definitivamente.
El sosiego aparente de la narración no tarda en abrir paso a volcánicos estallidos de cólera, descarnadas batallas dialécticas, en las que incluso las referencias a los hijos se convierten en armas arrojadizas para los resentidos amantes. La cruel visceralidad de las confesiones matrimoniales (rodadas con un estilo más dinámico y vibrante que el del resto del metraje) logran alcanzar auténticos clímax verbales e interpretativos, a la vez que ponen de manifiesto las capacidades de unos perfectos Leonardo DiCaprio y Kate Winslet, piedras angulares del filme, que se muestran igualmente expresivos en las secuencias de exigida contención, redondeando el sobresaliente resultado: un contundente desafío a la falta de aspiraciones de una sociedad incómodamente acomodada."