Wall-E (2008) de Andrew Stanton.
Mientras siga respirando la gente de Pixar, habrá cine. Y han vuelto a tocar el cielo con Wall-E. Con el manido y tan de moda tema ecológico de fondo, la película narra casi sin palabras y usando inteligentemente los limitados gestos de sus protagonistas una historia de amor entre dos máquinas de funcionalidad muy distinta, con el destino jugando (aparentemente) en contra.
Si Pixar había casi prescindido del público infantil en la insuperable Ratatouille (2007), aquí vuelven a tomar las sendas del riesgo haciendo una película casi sin diálogos, sobre todo en su primera parte. Y es que los primeros cuarenta minutos de Wall-E, en los que la trama es casi anecdótica, son los mejores de la película. Pura magia del cine: gags visuales en medio de una puesta en escena realmente original e imprevisible, que parecieran perpetrados por un moderno Buster Keaton. Recupera en muchos instantes la expresividad física de las etapas mudas del cine, cada vez más lejanas.
Una película, en fin, para no perderse, sobre todo por esa original y lírica escena de danza en la mitad del metraje, que llama a convertirse en un momento antológico del cine moderno. Wall-E no defrauda, ni como film de animación tridimensional ni como curiosa resurrección de una ciencia ficción de corte y temática clásicas. Un doble bypass que el cine yanki, cada vez menos preocupado por la calidad y originalidad de los productos paridos, pedía a gritos.